domingo, 17 de septiembre de 2017

El libro de los intersticios

Publicado por Zócalo Editores (Venezuela. Táchira) el 21 de Julio del 2017. Reúne una colección de poemas en prosa y aforismos 
Click para acceder al contenido del libro



La escritura como necesidad y oportunidad (Entrevista a Noe Jitrik)

Conversaciones con Noé Jitrik
Matías Moscardi


   
Conocí a Noé Jitrik en un evento que tuvo lugar en el teatro «Auditorium» de Mar del Plata. María Coira nos presentó: le explicó que yo estaba estudiando sus últimas novelas. Después de la exposición, lo invité tímidamente a una mesa. Se excusó con los docentes y colegas que estaban a su lado y me acompañó.
Allí conversamos sobre Zenón de Elea. Precisamente, el nombre del protagonista de Citas de un día, Zenón Valdes, es la reminiscencia del discípulo de Parménides. No me pareció azarosa la elección: observé que en los textos de Jitrik existe un movimiento paradójico, el avance eleático de la prosa en la quietud, en el reposo de la frase y del ritmo. «Me alegro que lo haya notado» respondió ante mi conjetura. La conversación, me pareció, fue fluida, dinámica, y pronto finalizó.
Aquella charla, días después, me condujo a la escritura. En un extenso e-mail le sugerí a Jitrik la idea de una entrevista acerca de sus tres últimas novelas. Accedió con gusto, sin problemas. Luego, hablamos por teléfono y acordamos una posible fecha. Viajé a Buenos Aires el lunes. Debía llamarlo nuevamente para confirmar un encuentro el martes. Su teléfono, descubrí con preocupación, estaba fuera de servicio. No sabía qué podía ocurrir. Decidí, no obstante, ir a su departamento sin avisar.
Luego de tocar el timbre subí. Una señora abrió la puerta y me invitó a pasar. Esperé unos minutos sentado en un sillón. Cuando Jitrik apareció dijo con un tono que en aquel momento imaginé profético: «Lo estaba esperando».

Espacios de escritura
1. Un lugar privilegiado, un momento exacto, una lectura determinada, una idea evanescente ¿cuál es el detonante de la escritura?
Habría como dos instancias: una de la necesidad y otra de la ocurrencia. Cuando se cruzan las dos líneas es cuando puede empezar la escritura. La necesidad, en mi caso particular, proviene, por un lado, de una especie de fatiga con respecto a una determinada escritura que estoy haciendo - teórica, crítica o lo que sea - y por el otro lado, de un deseo de salir de esa atmósfera y de narrar algo, cualquier cosa. Eso es la pura necesidad. Ahora bien, lo anterior se concreta cuando se produce una ocurrencia, es decir, cuando hay algo, un objeto, que aparece como narrable. En ese momento, entonces, es cuando las cosas toman una pre-forma y esperan el momento, la oportunidad. No es una oportunidad iluminada, no es una especie de revelación sino que, simplemente, es el instante preciso.
2. En el terreno de la escritura ¿cómo experimenta las múltiples transiciones entre la teoría, la crítica y la novela? ¿Posee diferentes modos de abordar estos géneros?
En todos los casos es lo mismo: necesidad y oportunidad. Pero la actitud respecto de cada uno de estos gestos es diferente y tiene otras raíces. Por ejemplo, para escribir un texto teórico, la raíz puede ser una lectura, una clase, una escucha de alguien, una replica que empieza a tomar forma. Eso sería la ocurrencia. Mientras que en el caso narrativo, la ocurrencia tiene forma de una situación; y en el caso de la poesía, de una especie de canal que se abre, de un canal que fluye poco a poco. Estos son diferentes modos de la ocurrencia pero no de la necesidad. La necesidad es pareja en todos los casos. Y la transición entre una cosa y la otra no me parece violenta, es decir, aparece siempre como modo de respuesta a determinadas situaciones de escritura. Por ejemplo, si estoy haciendo poesía, para la configuración del poema, ciertas ideas tienen un origen teórico - por teórico quiero decir también filosófico. En el caso de la narrativa, de pronto lo teórico viene a iluminar, también, algo así como un callejón sin salida en una situación narrativa determinada. Por ejemplo, en un momento, en Citas de un día o en Mares del sur, de repente, se produce un encuentro entre un hombre y una mujer, y entonces en ese momento me encuentro frente al problema de convencionalizar y de decir: “si hay un hombre y una mujer lo que tiene que haber es una cama”, pero no voy a narrar una cama porque eso está contado ya muchas veces en la literatura: eso que interviene es teoría pura. Nunca teoría en el sentido, creo, de la cita, porque hay novelas o relatos en los que la presencia de lo llamado teórico es por medio de una cita. En mi caso no es por una cita, es por una solución que tiene su fundamento en un pensamiento teórico previo. Para el ejemplo anterior, corresponde el conocimiento de la narratología o de todo lo que es el acervo literario. El asunto «hombre-mujer-cama» es una cosa tan trasegada; pero en lugar de evitarlo, lo digo: eso es la presencia de lo teórico
3. ¿Qué tipos de discursos cohabitan en el marco genérico de su producción novelística? ¿De qué manera se lleva a cabo esta convivencia discursiva?
La respuesta anterior se correspondería con esta pregunta. Es decir, son los discursos que tienen que ver conmigo. Aquí habría una cuestión de estilo, en el sentido clásico de la palabra. El estilo es, como decía Roland Barthes, lo incondicionado. Entonces ¿cuáles son los elementos que componen mi estilo? Experiencias, por un lado, imágenes, recuerdos, reflexiones de tipo teórico, lecturas de otros escritores, cierta sensibilidad a las diferencias que yo no llamo de géneros sino de gestos. Todos estos elementos son como arroyos que confluyen en un punto determinado y lo hacen más grueso. Es ahí donde el relato empieza a tomar forma, a funcionar. Pongamos por caso: en Mares del sur al inspector le avisan que hay un conflicto en el barrio Los troncos. Luego de indagar, unos vecinos que se encontraban celebrando la comida de año nuevo lo invitan a comer y le informan ¿Esto qué es? Es una reminiscencia, no de una comida de año nuevo, sino de todas las cenas de año nuevo pero puestas en una casa en donde alguna vez yo comí, y que es la casa de Elisa Calabrese. Todo aquello fluye, confluye; yo no lo había pensado previamente, no creía que fuera necesario. Pero me pareció que era una salida, esa, narrativa porque después de asistir a una especie de pelea fratricida ¿qué puede pasar con el policía? No lo puedo mandar a la comisaría porque mandarlo a la comisaría sería repetir el gesto típico del policía. Lo hago compartir una cena de año nuevo con una familia, y esa familia, en mi experiencia, tiene una configuración particular. En esa novela, hay dos hermanos que se pelean, uno es rubio y el otro es moreno. Esto, pensé, es como Rivadavia y Rosas con los sentidos cambiados, porque el que pasa por santo es Rivadavia y el que pasa por un canalla es Rosas. Lo mismo se da en estos dos hermanos: el rubio es el criminal y el moreno es el decente. Pero esto también tiene otra lectura más que tiene que ver con la pregunta inicial. Esta lectura es la inversión de la historia o lo que podríamos llamar la posición frente a la historia. Los rubios ganaron la batalla histórica y los morenos la perdieron; aquí invierto los términos: el bueno es el moreno y el malo es el rubio, con lo cual surge un elemento de revisionismo histórico, si se quiere, que aparece como inadvertido y casi en forma de una broma, de un chiste, iluminado por este cambio de perspectiva histórica Rivadavia/Rosas. Esto es como uno de esos elementos que confluyen genéricamente porque corresponden al distinto orden de experiencias o de recuerdos.
Por otra parte, también, podemos observar la convivencia puntual y específica del discurso teórico-crítico con el discurso narrativo.
Trato de que sean narrativos siempre. La sustancia es crítica, poética... pero el texto es narrativo. Es lo que también intento hacer cuando escribo teoría o crítica: yo cuento. Es decir, si tomo los viejos trabajos míos sobre Huidobro puedo observar que, en realidad, son cuentos sobre Huidobro, cuentos que tienen los ingredientes que lo hacen reconocible como crítica sin excluir la dimensión narrativa. En la narración, con más razón, la dimensión narrativa es la predominante pero la sustancia tiene todas aquellas fuentes disímiles.
4. A la hora de escribir un poema, un cuento o una novela ¿de qué modo influye su mirada crítica y teórica? En correlación con lo anterior ¿usted construye o elabora un determinado posicionamiento crítico respecto de su propia producción literaria?
Yo creo que sí. Aparecería como un metadiscurso, pero implícito, no declarado. En cuanto a la primera parte de la pregunta, toda esa dimensión teórico-crítica actúa en la poesía, en la narración, como sistema correctivo, como sistema de ajuste. No puedo permitir que ciertas cosas se me vayan de las manos. El modo para evitar esto es, precisamente, mi formación, mi bagaje crítico y cierta ética en relación con la teoría. Es decir, no se trata de aplicar sino de “hacer presente” en relación con las condiciones que esos discursos tienen y no con su formulación. Entonces, cuando digo “y en este momento los personajes podrían irse a la cama pero eso ha sido ya muy escrito” no me encuentro realizando la aplicación de lo que dijo Gerard Genette sobre la diegésis. Hay, tal vez, una vaga reminiscencia macedoniana, es decir, el relato consciente de sí mismo como relato. Y eso, entonces, tiene que ser visto metacríticamente, metaficcionalmente. En términos teóricos, los posestructuralistas lo dijeron pero no aparece como una cita interpolada.
5. ¿Hacia qué tipo de lector se encuentra orientada su producción literaria?
No lo sé. Eso siempre me pone en una situación incómoda. Escribo como para mí y supongo que el lector posible es alguien como yo. A veces aparece ese lector, otras veces no. Por ejemplo, cuando salió la primera nota sobre Mares del sur, realizada por un muchacho muy brillante, muy inteligente, muy buen escritor - yo celebré mucho su novela -, se subraya que la primera frase tiene 150 palabras. Ese no es exactamente mi lector; mi lector no habría hecho esa observación. Yo no la hice cuando la escribí. Si yo escribí una frase de 150 palabras era porque estaba llevado por cierto ritmo, por cierto movimiento de la prosa, no por hacer una frase larga. Cuando aparece un lector que me dice “pero hay una frase larga” ese no es mi lector. Pero creo que toda escritura busca un lector ideal; sin embargo, se encuentra con un lector real y tiene que aguantárselas en el sentido de que el lector real aborda siempre el texto o por el lado de su comprensión, o por el lado de sus limitaciones, de su ignorancia acerca de qué es la lectura, o bien a partir su sabiduría. Luego se llevan a cabo ciertas operaciones que nunca corresponderían con esa idealidad del lector. Además, ese lector ideal no está configurado ni siquiera como una imagen mental. Yo no podría decir cuál es mi lector ideal. Sé que hay uno. Pero me encuentro con el lector real, que responde como puede, como quiere, como siente, al pedido que hace un texto.
6. En la edición de sus novelas ¿cuál es su relación con la estética del objeto-libro? En otras palabras: ¿selecciona personalmente determinados paratextos? ¿Realiza algún tipo de decisión respecto del diseño de los ejemplares?
Respecto al diseño, no. En general no selecciono ni las tapas, ni las tipografías... pero sí los paratextos - solapas, contratapas - porque ese aspecto en las editoriales es excesivamente rutinario y media una cuestión de suerte: de pronto hay alguien en una editorial que sabe hacer una buena contratapa porque ha leído el libro, lo ha entendido y lo ha querido. En el caso de Evaluador, por ejemplo, me mandaron una contratapa que era un horror, una cosa realmente malísima. De tal manera que con delicadeza le dije: “mire, me parece que este otro texto que le mando podría ser más adecuado” y lo publicaron, la contratapa es mía; creo que la de Mares del sur también, no recuerdo. Pero ese aspecto sí me preocupa. Las contratapas de la Historia crítica de la literatura argentina son todas mías porque eso es lo que me pide la editorial. Por un lado, las grandes editoriales son máquinas y tienen contratapístas; en estos casos, la contratapa se presenta como un resumen o elogio que haría atractivo el libro para un lector casual que pasa por una librería. A veces salen bien y en general salen mal. Otros editores, sin embrago, son más conscientes de esa situación y le dicen directamente al autor, como me ocurrió a mí, que haga su propia contratapa.

La verificación del tiempo y el robo a la memoria
1. En la primera pregunta usted explicó un proceso de gestación de la escritura que surge a partir de la convergencia de un hecho externo y de cierta predisposición interna, cierto deseo de “contar algo” ¿De qué manera se presenta este fenómeno en Citas de un día?
Yo había terminado Limbo. Esta novela surge de una imagen que proviene de las reiteradas visitas a un escritor amigo mío. Al principio no reparo demasiado en lo que observo pero después de varios encuentros advierto algo que tiene mucha relevancia y es que ese hombre no tira los diarios que le llegan a su casa sino que los va apilando. De tal manera que en la sala comienza a trazarse una especie de laberinto. Esto me pareció realmente muy atractivo. En la relación con él, también me cuenta que su mujer se ha ido de viaje y en el aeropuerto, al despedirlo, ella le dijo: “no me has dado un beso”. Entonces, entre el laberinto de diarios y la falta de afecto, me pareció que se trazaba una historia. Esa historia es la ocurrencia, que responde a la necesidad de escribir. Pero lo que en realidad quiero contar no es eso: ni el laberinto, ni el beso ausente, desaparecido; lo que quiero contar son otras ausencias. Entonces, en Limbo, aprovecho: el asunto del viaje de la mujer me hace cambiar el giro; por un lado, no es una mujer cualquiera, es alguien que viaja a la Argentina a indagar qué pasó - era la época de la dictadura; por otro lado, el que se queda en el laberinto de periódicos está envuelto en otros laberintos, por ejemplo, en el laberinto de una traducción. Al mismo tiempo, hay un tercero - un tercero excluido - que es el hijo, quien también posee sus propios laberintos. De esta manera, va tomando forma una estructura: tres relatos que se interceptan y que dan satisfacción a otra necesidad, la de un imaginario que no quiere renunciar a ciertas experiencias reales: la dictadura, las desapariciones... pero que no se centra en ellas como los relatos de denuncia - como podría ser el libro de Bonasso - sino que, sin diluirlas, las narrativiza en función de estos dos vectores: el laberinto de papel y el beso que no se ha dado. En Citas de un día esto tiene otro carácter. Después de haber escrito Limboy haberlo publicado, empecé a sentir que algo tenía que hacer. No aparecía nada y no quería escribir cualquier cosa. No puedo escribir cualquier cosa, es decir, no soy un profesional en ese sentido. Un profesional es Marcos Aguinis, una profesional es Isabel Allende. Lo que hacen es el producto de una combinación de elementos que son siempre los mismos. Es decir, la escritura es una dimensión que no los toca. Ellos se encuentran movidos por la realización, no por la escritura. Eso es un profesional; de hecho, publican una novela por año. Yo no puedo. Estoy siempre esperando una respuesta a esa necesidad. En el caso de Citas de un día la respuesta surge a partir de un relato muy casual por parte de un amigo, un poeta guatemalteco que vivió en México y que acababa de quedarse viudo, que me dijo: “Me pasa una cosa extraordinaria” - tenía más de ochenta años - “tres mujeres han venido a ofrecérseme”. “¿Cómo ha sido eso?”, le pregunto. “Simplemente han venido, cada una a su turno, y me han ofrecido convivir y estar conmigo. A mi no me pareció adecuado” y agrega: “Esto es como para una novela”. Inmediatamente, le hablé de esto a Sergio Pitol, gran escritor, y me respondió que no era para él, etc. Entonces pensé: “Es para mí”. Todo eso fue el desencadenante. Ahora ¿cómo darle estructura a lo anterior? Porque contar solamente que tres mujeres llegan a visitar a un anciano para ofrecercelé es sólo cuestión de una página. Había que escribir a propósito de eso, considerarlo como un eje y desarrollarlo. Uno de los elementos del desarrollo es el hecho de que son tres. La figura del tres es una figura muy importante que a mí me había interesado mucho en todos los planteos psicoanalítico preliminares: el padre, la madre y el hijo (el complejo de Edipo). Pero luego, yendo más atrás, se encuentran el padre, el hijo y el espíritu santo. En la literatura, el rey Lear tiene tres hijas. A partir de esto, comienza a trazarse un proceso en el cual el número tres organiza todo. El personaje, entonces, tiene que resolver la potencia de ese número organizador y de esta manera aparece el relato. Citas de un día es un poco eso.
2. En Citas de un día se introducen ciertas reflexiones filosóficas en torno al “movimiento de la narración”. El personaje principal, Zenón Valdés, postula una idea eleática: la inversión del tiempo narrativo, el concepto de "desnarración". ¿Cómo funciona y de qué manera influye esta noción respecto de la escritura en general y en el desarrollo de la novela en particular?
Es un imposible. Es simplemente eleático, efectivamente, pero invertido. Para los pensamientos preplatónicos, presocráticos, tipo Heráclito - el río fluye y siempre es otro - esta inversión del tiempo es puramente hipotética. Un relato que desnarrara, sin querer ser de tipo flashback explicativo, es prácticamente imposible. Lo que hay es una postulación que ese encarna en la figura de la planta, una planta que decrece. Pero también tiene relación, me parece, con aquello que decrece en un ser humano. Las personas se van achicando con la edad, a medida que pasa el tiempo y acumulan años se van achicando físicamente, en el discurso, en el horizonte imaginario, y el relato de ellos es el relato de un achicamiento. No creo que sea ninguna novedad: hay textos que se lo han planteado de ese modo aunque no han formulado esta teoría del achicamiento o de la desnarración. Por ejemplo, la novela de Italo Svevo, La consciencia de Zeno, es el relato de un viejo: contar algo acerca de un viejo es contar cómo aquel se va achicando; es, de alguna manera, desnarrar. Porque si pensamos lo contrario, en términos narrativos, el relato de un niño es acerca de un crecimiento; el relato de un adulto es acerca de un desarrollo y de una pasión; el relato de un viejo no puede ser sino acerca de un decaimiento. No por una cuestión pesimista, sino porque hay ahí una verificación de lo que es el tiempo. Entonces, creo que es un imposible y, al mismo tiempo, metafóricamente, es posible, es pensable. En la novela, un hombre de 82 años al que todavía le espera algo, porque vienen estas mujeres a ofrecercelé, debe desentrañar dos enigmas. Todo eso en medio de su propio decaimiento funciona como una capacidad deconstructiva. Esta actuando deconstructivamente, que es una forma de desnarración. La deconstrucción es una desnarración. No en el sentido puramente teórico. En el sentido teórico la deconstrucción es, en realidad, una construcción: si yo tomo un texto y separo sus elementos y reconozco sus estructuras, estoy deconstruyendo pero, al mismo tiempo, estoy creando otro edificio: la crítica como otro edificio. Mientras que, en este relato, la deconstrucción de los enigmas se corresponde con el decaimiento del sujeto. Y, por lo tanto, hay un cruce de deconstrucciones: una analítica y otra vital. La teoría del relato que consistiría en quitar en lugar de poner está como subterraneamente, palpitando por debajo, además de estar formulada, porque constituye no una especie de guiño al lector, a un lector avisado, sino, justamente, una especie de interferencia que en todo lenguaje narrativo pueden hacer otros discursos.
3. El tramado intertextual que posee Citas de un día parece cumplir una función específica, reflexiva y sutil. ¿De qué modo trabaja con la intertextualidad en esta novela?
Yo supongo que la intertextualidad no es un hecho de escritura sino de lectura. Quien puede reconocer la intertextualidad es el lector. En el escritor funciona otra cosa, una especie de robo a su memoria. Empieza a apelar a imágenes, a situaciones que le parecen pensables para el desarrollo de la narración pero que, quizás, ya han sido formuladas o por él o por otros, y que están allí presentes. En la lectura se las puede reconocer. Por ejemplo, la investigación que realiza Zenón Valdés es una parodia de Conan Doyle. Hay ahí un elemento de intertextualidad pero que no estaba previamente pensado. Eso viene de una memoria de textos que se cruzan, que de repente aparecen cumpliendo una función narrativa, eso espero. Es decir, a mí no me corresponde señalar que allí está Kafka, Conan Doyle o Shakespeare. Salvo, quizás, en el caso de Citas de un día donde las citas de Shakespeare son explícitas porque tienen forma de epígrafe. En este caso, cualquiera podría decir que se ha pensado en eso. Pero los epígrafes fueron a posteriori, ilustrativos. Podría hablar de intertextualidad shakespeareana en ese sentido pero en realidad fueron revelaciones de lectura. Todos mis relatos deben estar saturados de cuentos de otros o de situaciones ajenas, pero solamente pueden ser advertidas por un lector que comparta, también, ese saber. Porque si usted no ha leído El rey Lear, no advertirá que ahí hay algo. Esto se liga con la idea del lector ideal y el lector real. El lector ideal es aquel que puede compartir todo ese imaginario, toda esa memoria. El lector real es solamente el que comparte un poco, se da cuenta de algunas cosas y no se da cuenta de otras. Y, en general, el lector hiper-real es el que necesita que le digan que aquí hay una cita de... o una reminiscencia de... Todo eso se ve mucho más con Evaluador: como hay un epígrafe de El castillo de Kafka y en la contratapa se menciona a Kafka, me han dicho: “Esta es una novela en la que Kafka está muy presente”. Y es cierto, está muy presente, pero no por eso.

sábado, 16 de septiembre de 2017

"Uno escribe porque está desajustado con la vida" (Entrevista a Ricardo Piglia)

Por Leila Guerrierocultura.elpais.com
  • diciembre 18º, 2015
"Muchas veces, a lo largo del tiempo, me he puesto a pasarlo a máquina; es un trabajo brutal. Pero yo creo que lo voy a tratar de publicar. No dejarlo como libro póstumo, ¿no?”. En ese momento de la grabación se escucha la risa de Ricardo Piglia, una risa seca y gozosa, moldeada al hábito recurrente de mofarse de sí mismo, como quien dice “no me tomen demasiado en serio”. Era el 11 de agosto de 2010 y Piglia acababa de publicar la novela Blanco nocturno (Anagrama). En su estudio, un piso alto de Barrio Norte, a pesar de ser invierno, hacía calor y él había comprado uvas. De su diario se conocía, por entonces, poco. Grageas, pequeños trazos reproducidos en su libro Prisión perpetua que se expandieron con la publicación, a partir de 2011, de fragmentos más largos en Babelia. Se suponía que había comenzado a escribirlo en 1957, pero la pregunta por el diario persistía: ¿esos más de cincuenta años de escritura tenían existencia real, iban a publicarse alguna vez? Aquella tarde, casi a modo de prueba socarrona, Piglia metió la mano en una de las cajas de cartón que llenaban la sala (quizá por ser un zurdo a quien en el colegio obligaron a escribir con la derecha, las manos de Piglia siempre han tenido una gestualidad magnética, una mezcla de potencia y torpeza, como si fueran las de un boxeador que controla sus movimientos para no destrozar nada). De allí sacó, al azar, una libreta negra marca Congreso. La abrió y leyó algunas frases en voz alta, repitiendo: “¿Qué dice acá?”. Esas libretas se conseguían, según él, en una sola librería de Buenos Aires: “Cuando se terminen no escribo más, pero no el diario, nada más. Sería buenísimo, ¿no? Se terminan los cuadernos y se termina todo”, dijo.
Las libretas ya no se consiguen, pero, cinco años después de aquella tarde, Piglia sigue escribiendo y en septiembre de 2015 publicó el primer volumen —se esperan dos más— de ese diario de características legendarias. Se titula Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, abarca una década —desde 1957, cuando tenía 16 años, hasta 1967—, fue elegido por los colaboradores de Babelia como el mejor libro de 2015 y es un acercamiento salvaje al proceso por el cual alguien deviene escritor y cómo, para lograrlo, se transforma antes en un lector bestial, pasando por todas las instancias de perplejidad, duda, epifanía y desánimo que atraviesa cualquier artista joven.
El nombre completo de Ricardo Piglia es Ricardo Emilio Piglia Renzi. Emilio Renzi, el personaje que aparece reiteradamente en sus libros, es su alter ego: un escritor y periodista al que le gustan las pelirrojas. El documental 327 cuadernos, dirigido por el argentino Andrés Di Tella, se estrenó este año, pero comenzó a rodarse en 2010. Ya allí Piglia expresaba su deseo de publicar el diario firmado por Emilio Renzi: “No sé si tendré el coraje”, decía. Finalmente, eso fue lo que hizo: atribuir el diario al personaje que también es él.

Sigo leyendo y escribiendo. Estoy de buen ánimo porque sigo dándole poca importancia a la realidad”
—Me pareció más verdadero y más sincero hacer ese desplazamiento, cambiar de lugar y evitar el peso de la escritura personal —responde Piglia por correo electrónico el 7 de diciembre de 2015—. Un nombre falso, siempre me gustó ese juego. No soy el que soy. ¿Quién enuncia? Ahí está el problema de la literatura. Todo el material es mío, se trata de mi vida, pero contada como si fuera la de otro. No me gustan las confesiones, hay que darles un giro irónico a las intimidades, creo.
En el diario Piglia anota: “A veces pienso que tendría que publicar el libro con otro nombre, cortar así del todo los lazos con mi padre, contra el cual, de hecho, he escrito este libro y escribiré los que siguen. Dejar de lado su apellido sería la prueba más elocuente de mi distancia y mi rencor”; y “es mi abuelo Emilio quien va a pagarme la carrera porque rompí con mi padre, que me amenazó de un modo absurdo cuando supo que no pensaba estudiar medicina como él”. Cuando Piglia tenía 16 años, su padre, un médico peronista perseguido por el antiperonismo, decidió abandonar Adrogué, un suburbio de la ciudad de Buenos Aires, y mudarse con la familia a Mar del Plata. El primer efecto que esa mudanza tuvo en Piglia (un adolescente que prefería frecuentar billares a ir al colegio y que había leído muy poco: apenas La peste, de Camus, para conquistar a una chica) fue el impulso de comenzar un diario. De hecho, la primera entrada, de 1957, es esta: “Nos vamos pasado mañana. Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver (…). Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez”. Los diarios de Emilio Renzi, sin embargo, no empieza con esa entrada, sino con una nota del autor en la que el autor del diario se refiere al autor del diario —que es, a su vez, el alter ego del autor del diario— en tercera persona, estableciendo un juego de espejos que recorrerá el libro en relatos o ensayos que se intercalan entre año y año. “Había empezado a escribir un diario a fines de 1957”, dice esa nota, “y todavía lo seguía escribiendo. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero se mantuvo fiel a esa manía (…)”. Muchas cosas cambiaron desde entonces, y una de las tantas es el hecho de que desde hace un tiempo Piglia está, usando sus palabras, “embromado de salud” (jamás dice “enfermo”), afectado por esclerosis lateral amiotrófica, y debe escribir con ayuda. Pero todo lo demás —la escritura, la lectura, él como frontón donde rebota el humor de una inteligencia escalofriante— se mantiene igual.
—¿La salud no interfiere en su ánimo para producir?
—He seguido trabajando, con ayuda. Hay muchas cosas que ya no puedo hacer, pero puedo seguir leyendo y escribiendo como siempre, sin que eso sea un juicio de valor. Estoy de buen ánimo porque sigo dándole poca importancia a la realidad.
Cuando en septiembre pasado le entregaron el Premio Formentor de las Letras, su editor, Jorge Herralde, leyó un texto que recordaba: “En octubre del año 2000 tuve físicamente en mis manos el primer libro que publicamos de Ricardo Piglia: Formas breves (…). Cuando ese inesperado aerolito aterrizó aquí, Ricardo Piglia era un escritor casi desconocido en España”. A principios de siglo, Piglia no era conocido en España, pero al otro lado del océano ya era un autor central. Después de dos libros de relatos (La invasión, Nombre falso), había publicado la novela Respiración artificial, de 1982, que lo puso en un lugar clave, y a eso siguieron los ensayos de Crítica y ficción (1986), la nouvelle Prisión perpetua (1988), la novela Plata quemada (1997), entre otros. Si desde Plata quemada y hasta Blanco nocturno pasó 13 años sin publicar una novela, apenas tres después de aquella última publicó otra: El camino de Ida. Desde entonces, su capacidad de producción se multiplicó: dio clases magistrales por televisión —Borges por Piglia, en 2013—, publicó dos libros —Antología personal (2014) y La forma inicial (2015)— y adaptó Los siete locos, de Roberto Arlt, a una versión televisiva. Ahora, además de seguir revisando los diarios, escribe relatos protagonizados por el comisario Croce, su personaje de Blanco nocturno.
—Ya he escrito varios y espero seguir con cinco o seis más hasta completar un volumen que incluya todos los casos de Croce.
—¿Seguís llevando el diario?
Sí, pero con otra dinámica, ahora es un diario de trabajo, en el tercer tomo he llegado hasta el presente, pero con desvíos y elipsis. Un diario de madurez, digamos, con saltos y sobrentendidos.
Los diarios de Emilio Renzi registran la minucia —“Recibí carta de José Antonio, desde Nueva York. No le gusta la comida, fascinado con la biblioteca”—, pero son, sobre todo, apuntes del incierto proceso de formación de un escritor: “Cuando releo lo que tengo escrito de la monografía me quiero morir. ¿De dónde saqué que yo soy un escritor?”. “Con cincuenta pesos en el bolsillo y sin comer, viajo en tren a La Plata (…) sin encontrar la calma que necesito para escribir. Una calma que se define para mí como ausencia de pensamientos. No pensar para poder escribir, o mejor, escribir para lograr pensamientos no del todo pensados que definen siempre el estilo de un escritor”.
—Uno escribe y elige lo imaginario porque está desajustado en relación con la vida —dice Piglia—. Esto no supone ningún privilegio ni garantiza una profundidad, es una grieta entre la experiencia y el sentido, no entiendo cómo se produce y de dónde viene ese pensar de más y esas leves alucinaciones y por eso tal vez escribo un diario, para mantener a raya esa extrañeza, pero no he logrado más que confusión. Es cómico, uno busca entender lo que le pasa y sólo logra estar más perplejo.
—El tono es muy homogéneo. ¿Estamos leyendo al Piglia que escribía a los 16 años o al que escribe ahora?

Mi relación con la escritura es la misma. Son horas de gran plenitud que están en el centro de mi vida”
—Lo esencial de un diario es que no se corrige, es lo más parecido a la noción surrealista de la escritura automática, uno escribe en el momento, se deja llevar por un impulso espontáneo casi demencial. Se registra lo que se vive sin distancia, lo que tiende al presente, pero al transcribir, uno ya es otro. Lo más difícil para mí fue entender mi letra, ¿qué dice acá?; entonces a veces tenía que inventar lo que me parecía, pero he sido fiel a lo que estaba escrito. Al principio uno escribe muy bien, luego se va arruinando.
Claro que si el diario refleja su formación como escritor, también refleja, inevitablemente, su formación como lector. Un lector que a los 16, 18, 20 años opina sobre las diferencias de estilo entre Salinger y Arlt y anota sus impresiones sobre Dostoievski, Faulkner, Pavese, Borges, pero también sobre los escritores de su generación como Miguel Briante o Juan José Saer.
–¿Su relación con la escritura ha cambiado? ¿Ocupa un lugar distinto?
—Sigue siendo lo mismo, son horas de gran plenitud que están en el centro de mi vida. Lo difícil es, como siempre, pasar del otro lado, entrar en la escritura y dejar en suspenso lo real.
—¿Hay algo de su reacción ante estos problemas de salud que le haya sorprendido?
Bueno, la experiencia de la enfermedad es la de la injusticia en estado puro: “¿Por qué a mí?”, se pregunta uno, y cualquier explicación es ridícula y no tiene sentido. La sensación de injusticia llama a la rebelión y a la lucha, entonces uno no se queja y eso es un alivio.
El libro se cierra con un texto, ‘Canto rodado’, donde el distanciamiento de sí mismo que Piglia se impuso alternando la primera y la tercera persona llega a su expresión máxima, con un despliegue emocionante de recursos y destreza narrativa. Escribe Piglia que dice Renzi: “(…) dijo Renzi, que parecía haber empezado a desvariar un poco, como le venía sucediendo cada vez con más frecuencia desde que estaba enfermo, no enfermo, él jamás usó esa palabra, estaba, para decirlo como él, ‘un poco embromado’, como decía loco de pánico, ‘no tengo dolores, sólo una pequeña perturbación en la mano izquierda, que es mi mano buena, o mejor dicho, fue mi mano buena porque soy zurdo (…)’. Por ese motivo tuvo que contratar a una asistente a la cual dictarle su diario (…). Por eso, continuó (…), trabajo ahora con mi musa mexicana (…), entiende a medias lo que yo le digo (…), así que cuando después de un rato le pido que me lea lo que hemos escrito, ella, con su español más nítido, me lee unas páginas en donde lo que yo he dicho es apenas una sombra turbia en medio de palabras puras y precisas con las que ella ha mejorado mi lectura de lo que está escrito a mano desde hace años en mis cuadernos”.
Los diarios de Emilio Renzi están dedicados a Beba Eguía, la mujer de Piglia, y a Luisa Fernández, “la musa mexicana” que lo ayuda a transcribir.

jueves, 7 de septiembre de 2017

La retórica del cuento. (por Horacio Quiroga, 1879-1937)

EN ESTAS MISMAS columnas, solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez. Animado por el silencio —en literatura el silencio es siempre animador —en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, completéla con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador. Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista. Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas. Como se ve, cuanto era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, solo han servido para colocarme de pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe amamantar. “Una nueva retórica...” No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.

El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención. Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contra constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.

Tal vez en ciertas épocas la historia total —lo que podríamos llamar argumento— fue inherente al cuento mismo. “¡Pobre argumento! —decíase—. ¡Pobre cuento!” Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos
inmortales. En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen. Tan específicas son estas cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas
del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar.

Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal. Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las “Mil y una noches”, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée de Bret—Harte, de Verga, de Chejov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.

Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...” con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que “no dice algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede verse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista. Pero ¿si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte? Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas. Mientras no se crée una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.

Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho. En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo peor.

Idilio y otros cuentos. Montevideo: Claudio García (Biblioteca “Rodó”, 13),
1945