I
Era mi costumbre contemplar el ritual con el cual Keko tumbaba
las persianas metálicas de la cantina del Liceo, mientras sorbía el “cunche” de
café negro que me había guardado del termo. Al salir de la cantina me entregó una
carpeta con las tareas de uno de mis alumnos. Ese día mi esposa tenía guardia
en el hospital y mi hija pasaría la noche con sus abuelos maternos, así que no
tendría tanto sentido llegar temprano a la casa inhabitada, esto lo entienden
los que no tienen más de cinco años de casados, para los que el amor no ha
tomado la forma de la rutina y abren los brazos a la casa vacía como una forma de
paraíso. Mi caso era el contrario; o sea, un vacío de las dos flores del jardín
de un romántico y sensible todavía recién casado.
Al abrirla y ver los dibujos de Ender N. recordé los trazos de
una experiencia adolescente amarga que creía olvidada. En el Liceo más grande
de la ciudad donde impartía clases de literatura, escuchaba apenas el rumor provocado
por las hojas de los apamates del parque que me traían otra vez el olor vegetal
que por años rehuí.
Había una nota en el interior del ala izquierda que decía:
“Profesor, los tres dibujos son los que incorporamos al ensayo a propósito de
la poética del rock en las canciones de Marilyn Manson”.
Recordé la visita de la mañana de los padres de Ender,
preocupados porque el muchacho desde que comenzó a escuchar “a ese asqueroso rockero”
pasaba más tiempo encerrado en su cuarto y ahora parecía atender menos las
canciones clásicas que eran parte de su formación musical como violinista de la
Orquesta sinfónica juvenil. Por una extraña razón el padre me parecía conocido
a partir de un raro silencio bajo el tono de su voz, similar al de quien oculta
algo, pero el motivo serio de la reunión elidía cualquier expresión mía de
familiaridad, a cambio, debía mantenerme objetivo y pedagógico:
“–el muchacho está investigando un tema de su interés, él
mismo lo eligió y yo funciono como adulto que acompaña el proceso… No se preocupen
por su comportamiento que puede ser normal en la adolescencia”.
Cuando Ender se incorporó a la reunión para manifestar su
punto de vista, esta tomó un giro inesperado. Fue tan cabal, directo, lacónico
e incuestionable su participación que la transcribo literalmente:
“ –profesor, lo voy a decir con todo respeto: ellos se
preocupan exageradamente por mí para evadir los problemas que tienen en
relación con su proceso de divorcio, sobre todo mi papá que ya tuvo un divorcio”.
Disfruté con total disimulo el desencajamiento en las caras
de los “cónyuges” al oír la frase, entre otras cosas porque siempre he gozado los
estados de rebelde lucidez con el que usualmente brillan los jóvenes, así que
rematé la reunión garantizando mi atención al muchacho.
Pero volviendo a los dibujos, en general se enmarcaban
dentro de la estética del trash, con
trazos deliberados, transgresivos, de manos humanas abiertas, heridas en sus
palmas y desproporcionadas en relación a cuerpos que sostenían enormes cabezas
de conejos con miradas profundas. Lo más parecido de este ahora musical de los
adolescentes actuales con mi pasada adolescencia es la canción “Heart-Shaped
Box”, de Nirvana, pionera en el desarrollo de esta estética y que Manson “involucionaría”
con sonidos recuperados del metal industrial, echando por tierra la posibilidad
del grunge que dio forma a una década
muy fecunda para el rock alternativo.
Un cuervo sobre la copa del árbol más alto del parque gritó
para atenuar el último rayo vespertino, mientras las campanas de la Iglesia San
José anunciaban la Misa de seis de la tarde, y yo me detuve a contemplar en
concreto la presencia de solo tres dedos en cada mano que se ofrecían como una
caricatura grotesca, recordando aquella edad mía, mía pese al negro plumaje del
recuerdo aciago.
II
Esa mañana me aseguré de guardar las llaves, dejando el
llavero del Mundial Italia 90’ sobre el bolsillo de mi pantalón, era una
figurita humana de cubos rojos y verdes con una cabeza de pelota de fútbol que
seguía siendo la envidia de mis compañeros de clase del Liceo. La chaqueta
“University” y la guitarra venían, porque hacía frío y era el día de práctica
musical con la estudiantina.
Desde la ventana del salón se podía observar a lo lejos la
edificación como un lóbrego rectángulo de bloques interrumpidos por dos torres
neogóticas que comprendía el colegio de femeninas, entre una niebla que
advertía la llegada de la época decembrina. La nueva chica, desmoralizada por
su expulsión del Colegio de monjas nos pareció extraña por el largo de su falda
que llegaba a rozarle los tobillos.
Julieta no extrañaría más la novena al Niño que acompañaba
las Vísperas, ni el rosario de los viernes, tampoco yo extrañaría al niño que
se despediría para siempre para recibir a un hombre descubierto bajo una falda
larga de colegiala interna, y los cuatro días de fugas de clase para ir a fumar
y rosar la lengua húmeda bajo la necedad amarga de la nicotina.
Enloquecí cuando a la cuarta mañana apareció con la falda
recortada y desafiante, dos dedos más arriba de los muslos que la de Karly
Figuera, pero el instante de enigma fue interrumpido por el grito del Director
Jaime Edecio que nos anunciaba una expulsión de tres días que extrañamente no
me preocupó, porque nos arrojó a Julieta y a mí a tardes enteras juntos.
Los padres de Julieta parecían bastante entretenidos en los
líos de su divorcio y yo fui el primer amigo que ella llevó a su casa. Se
trataba de un casona vetusta de portón desvencijado ubicada al fondo de la Zona
Industrial, tenía en el estacionamiento tres vehículos antiguos que el papá
planeaba restaurar para fines de colección, tarea que había postergado por años,
según me decía la excolegiala, mientras me mostraba unos dibujos que bajo la
inocente apariencia, escondían una tendencia obscura que vine a entender al
final de los acontecimientos que motivan la producción de este relato.
La casa parecía rendida ante la invasión vegetal, el área
verde que la rodeaba y que alguna vez pudo haber sido un jardín, estaba lleno
de abrojos que invadían el metal, vidrio y concreto de la vivienda. Yo prefiero
no revelar el nombre del padre, sobre todo porque fue esta mañana, después de dieciséis
años, que vine a comprender como puede incubarse lo demoniaco bajo la forma del
abuso. Eso sí, algo que nunca me he podido quitar de debajo de los tabiques
nasales es el olor del musgo creciendo sobre las ruedas sin aire del Mercedes
Benz 1937 Edición especial, un olor que permanece dentro de las paredes de mi
nariz, obsceno, con un salvajismo vegetal que se confundió con la humedad de
Julieta cuando exploramos, sobre un asiento de carro milagrosamente conservado,
aprovechando la siesta etílica del padre.
Era mi primera vez y nunca pensé que no lo fuera para una
ex-novicia arrojada del “paraíso”. Nadie se pregunta lo que siente un hombre la
primera vez que hace el amor, en general el mundo gira de espalda a las
emociones que los atraviesa, y es una pregunta prohibida: estamos condenados a
carecer de sentimientos, por el honor de una “masculinidad” convenida.
Por fortuna ya estábamos fuera del cacharro cuando oímos
unas palabras venidas del fondo de la casa. Eran del padre de Julieta y tenían
un raro silencio bajo el grito, como del que oculta algo.
Primero fueron los dibujos, papelitos mínimos dentro de mi
bolso del Liceo, luego entre mis bolsillos, como apariciones sorpresivas y
desconcertantes que me estremecieron de miedo cuando la tradicional mañana de
limpieza sabatina hallé bajo el armazón de mi cama, entre mi gaveta de noche y
estratégicamente entre mi cuaderno de poesía. Esa noche no me senté en el borde
de la ventana a practicar el riff de
la guitarra de Kurt, sino que cerré la persiana, asegurándome de que me negaran
ante cualquier llamada.
A la mañana siguiente mi madre me despertó con el santiamén
de que cómo era posible que me llamaran a medianoche, que quién era la tal
Julieta y cuál sería esa “urgencia” por la que debía devolverle la llamada.
Expliqué, acudiendo a la máxima de economía del lenguaje, que se trataba de
alguien que me había prestado el cuaderno de química, materia pendiente para la
que estaba preparando el siguiente examen.
Mientras desayunábamos, observé el espacio que dejaba el
hilo desprendido del mantel sobre la mesa y bajo el vidrio, para quedarme sin
aliento al encontrar otro de sus bocetos diminutos, junto a una foto de mi
hermana mayor y mis dos sobrinos, conteniendo el aliento, con el corazón a
punto de estallarme debajo del pecho.
El lunes, a las siete de la mañana, como era costumbre, me
sorprendió que la bandera en el patio central del Liceo se izara a media asta,
la somnolencia me impedía hacer contacto visual con mis compañeros que –entre
un extraño silencio– esta vez no se apretujaban inquietos en la larga columna
de la sección; pero el bostezo se transformó en mueca de horror cuando oí del
director Edecio: “hacemos un minuto de silencio por la trágica muerte de
Julieta, estudiante de 4to “D”, hecho que es motivo de consternación para su
familia y para la comunidad del Liceo J.A… En tan poco tiempo que estuvo entre
nosotros, Julieta rápidamente se hizo
parte de nuestra familia Liceísta…”.
Su pupitre vacío no escapó a mi contemplación, mientras no
sabía qué hacer con sus dibujos que finalmente fueron a dar a la papelera del
baño de varones, rotos en mínimos pedazos, tirados con sacudidas de quien toca
un animal de cuerpo viscoso, para asirme durante los próximos meses a mi
guitarra, encerrado durante largas tardes en mi habitación, concentrado en no
hacerme nunca aquellas preguntas, leyendo literatura para evadir, trepando por
otras historias que aunque ficcionales, parecían reales, como la vida.
Desde el baño escuché los comentarios venidos del pasillo
que narraban un cuerpo hinchado que en el patio de la casa y que el borracho
padre descubrió, entre los matorrales, colgado bajo el brazo de un árbol
enfermo.
III
Pasaron casi seis años para que volviera a acercarme a una
chica, esta vez en el coro de la universidad donde cursé la carrera de
licenciatura en educación, y en una casona que junto a unos compañeros de clase
decidimos alquilar más por ocio que por otra cosa, cercana al campus. Allí,
Vanessa, ante mi mar de dudas, me preguntó si podía ayudarme a “acabar”, a lo
que expresé un cómplice no mientras me vestía, esquivando el olor a hongo que
retornaba imponente, haciéndome creer que el embrujo y la maldición son
pertenecen al corazón de la tierra.
IV
El timbre de mi celular interrumpió la contemplación del
tercer dibujo que terminaba con la firma de Ender N. Orejuela. Allí, entre la
dulce voz de mi esposa preguntándome cómo estaba y poniéndome al día respecto
al ritmo de su guardia en la emergencia del Hospital Central, caía en la cuenta
de la coincidencia del apellido de mi alumno.
Otra vez Julieta Orejuela aparece clara desde el fondo de mi
olvido para estremecerme… Y lo juro, todavía me pregunto si alguna vez en toda
la vida ella pisó mi casa materna, pero estoy seguro de una respuesta y esta es
no.
Se terminó de escribir en San Cristóbal, el 07 de Junio del 2019
Leonardo Bustamante