viernes, 7 de junio de 2019

EL RARO SILENCIO BAJO EL GRITO


I
Era mi costumbre contemplar el ritual con el cual Keko tumbaba las persianas metálicas de la cantina del Liceo, mientras sorbía el “cunche” de café negro que me había guardado del termo. Al salir de la cantina me entregó una carpeta con las tareas de uno de mis alumnos. Ese día mi esposa tenía guardia en el hospital y mi hija pasaría la noche con sus abuelos maternos, así que no tendría tanto sentido llegar temprano a la casa inhabitada, esto lo entienden los que no tienen más de cinco años de casados, para los que el amor no ha tomado la forma de la rutina y abren los brazos a la casa vacía como una forma de paraíso. Mi caso era el contrario; o sea, un vacío de las dos flores del jardín de un romántico y sensible todavía recién casado.
Al abrirla y ver los dibujos de Ender N. recordé los trazos de una experiencia adolescente amarga que creía olvidada. En el Liceo más grande de la ciudad donde impartía clases de literatura, escuchaba apenas el rumor provocado por las hojas de los apamates del parque que me traían otra vez el olor vegetal que por años rehuí.
Había una nota en el interior del ala izquierda que decía: “Profesor, los tres dibujos son los que incorporamos al ensayo a propósito de la poética del rock en las canciones de Marilyn Manson”.
Recordé la visita de la mañana de los padres de Ender, preocupados porque el muchacho desde que comenzó a escuchar “a ese asqueroso rockero” pasaba más tiempo encerrado en su cuarto y ahora parecía atender menos las canciones clásicas que eran parte de su formación musical como violinista de la Orquesta sinfónica juvenil. Por una extraña razón el padre me parecía conocido a partir de un raro silencio bajo el tono de su voz, similar al de quien oculta algo, pero el motivo serio de la reunión elidía cualquier expresión mía de familiaridad, a cambio, debía mantenerme objetivo y pedagógico:

“–el muchacho está investigando un tema de su interés, él mismo lo eligió y yo funciono como adulto que acompaña el proceso… No se preocupen por su comportamiento que puede ser normal en la adolescencia”.

Cuando Ender se incorporó a la reunión para manifestar su punto de vista, esta tomó un giro inesperado. Fue tan cabal, directo, lacónico e incuestionable su participación que la transcribo literalmente:

“ –profesor, lo voy a decir con todo respeto: ellos se preocupan exageradamente por mí para evadir los problemas que tienen en relación con su proceso de divorcio, sobre todo mi papá que ya tuvo un divorcio”.

Disfruté con total disimulo el desencajamiento en las caras de los “cónyuges” al oír la frase, entre otras cosas porque siempre he gozado los estados de rebelde lucidez con el que usualmente brillan los jóvenes, así que rematé la reunión garantizando mi atención al muchacho.

Pero volviendo a los dibujos, en general se enmarcaban dentro de la estética del trash, con trazos deliberados, transgresivos, de manos humanas abiertas, heridas en sus palmas y desproporcionadas en relación a cuerpos que sostenían enormes cabezas de conejos con miradas profundas. Lo más parecido de este ahora musical de los adolescentes actuales con mi pasada adolescencia es la canción “Heart-Shaped Box”, de Nirvana, pionera en el desarrollo de esta estética y que Manson “involucionaría” con sonidos recuperados del metal industrial, echando por tierra la posibilidad del grunge que dio forma a una década muy fecunda para el rock alternativo.
Un cuervo sobre la copa del árbol más alto del parque gritó para atenuar el último rayo vespertino, mientras las campanas de la Iglesia San José anunciaban la Misa de seis de la tarde, y yo me detuve a contemplar en concreto la presencia de solo tres dedos en cada mano que se ofrecían como una caricatura grotesca, recordando aquella edad mía, mía pese al negro plumaje del recuerdo aciago.

II
Esa mañana me aseguré de guardar las llaves, dejando el llavero del Mundial Italia 90’ sobre el bolsillo de mi pantalón, era una figurita humana de cubos rojos y verdes con una cabeza de pelota de fútbol que seguía siendo la envidia de mis compañeros de clase del Liceo. La chaqueta “University” y la guitarra venían, porque hacía frío y era el día de práctica musical con la estudiantina.
Desde la ventana del salón se podía observar a lo lejos la edificación como un lóbrego rectángulo de bloques interrumpidos por dos torres neogóticas que comprendía el colegio de femeninas, entre una niebla que advertía la llegada de la época decembrina. La nueva chica, desmoralizada por su expulsión del Colegio de monjas nos pareció extraña por el largo de su falda que llegaba a rozarle los tobillos.
Julieta no extrañaría más la novena al Niño que acompañaba las Vísperas, ni el rosario de los viernes, tampoco yo extrañaría al niño que se despediría para siempre para recibir a un hombre descubierto bajo una falda larga de colegiala interna, y los cuatro días de fugas de clase para ir a fumar y rosar la lengua húmeda bajo la necedad amarga de la nicotina.
Enloquecí cuando a la cuarta mañana apareció con la falda recortada y desafiante, dos dedos más arriba de los muslos que la de Karly Figuera, pero el instante de enigma fue interrumpido por el grito del Director Jaime Edecio que nos anunciaba una expulsión de tres días que extrañamente no me preocupó, porque nos arrojó a Julieta y a mí a tardes enteras juntos.

Los padres de Julieta parecían bastante entretenidos en los líos de su divorcio y yo fui el primer amigo que ella llevó a su casa. Se trataba de un casona vetusta de portón desvencijado ubicada al fondo de la Zona Industrial, tenía en el estacionamiento tres vehículos antiguos que el papá planeaba restaurar para fines de colección, tarea que había postergado por años, según me decía la excolegiala, mientras me mostraba unos dibujos que bajo la inocente apariencia, escondían una tendencia obscura que vine a entender al final de los acontecimientos que motivan la producción de este relato.
La casa parecía rendida ante la invasión vegetal, el área verde que la rodeaba y que alguna vez pudo haber sido un jardín, estaba lleno de abrojos que invadían el metal, vidrio y concreto de la vivienda. Yo prefiero no revelar el nombre del padre, sobre todo porque fue esta mañana, después de dieciséis años, que vine a comprender como puede incubarse lo demoniaco bajo la forma del abuso. Eso sí, algo que nunca me he podido quitar de debajo de los tabiques nasales es el olor del musgo creciendo sobre las ruedas sin aire del Mercedes Benz 1937 Edición especial, un olor que permanece dentro de las paredes de mi nariz, obsceno, con un salvajismo vegetal que se confundió con la humedad de Julieta cuando exploramos, sobre un asiento de carro milagrosamente conservado, aprovechando la siesta etílica del padre.
Era mi primera vez y nunca pensé que no lo fuera para una ex-novicia arrojada del “paraíso”. Nadie se pregunta lo que siente un hombre la primera vez que hace el amor, en general el mundo gira de espalda a las emociones que los atraviesa, y es una pregunta prohibida: estamos condenados a carecer de sentimientos, por el honor de una “masculinidad” convenida.
Por fortuna ya estábamos fuera del cacharro cuando oímos unas palabras venidas del fondo de la casa. Eran del padre de Julieta y tenían un raro silencio bajo el grito, como del que oculta algo.
Primero fueron los dibujos, papelitos mínimos dentro de mi bolso del Liceo, luego entre mis bolsillos, como apariciones sorpresivas y desconcertantes que me estremecieron de miedo cuando la tradicional mañana de limpieza sabatina hallé bajo el armazón de mi cama, entre mi gaveta de noche y estratégicamente entre mi cuaderno de poesía. Esa noche no me senté en el borde de la ventana a practicar el riff de la guitarra de Kurt, sino que cerré la persiana, asegurándome de que me negaran ante cualquier llamada.
A la mañana siguiente mi madre me despertó con el santiamén de que cómo era posible que me llamaran a medianoche, que quién era la tal Julieta y cuál sería esa “urgencia” por la que debía devolverle la llamada. Expliqué, acudiendo a la máxima de economía del lenguaje, que se trataba de alguien que me había prestado el cuaderno de química, materia pendiente para la que estaba preparando el siguiente examen.
Mientras desayunábamos, observé el espacio que dejaba el hilo desprendido del mantel sobre la mesa y bajo el vidrio, para quedarme sin aliento al encontrar otro de sus bocetos diminutos, junto a una foto de mi hermana mayor y mis dos sobrinos, conteniendo el aliento, con el corazón a punto de estallarme debajo del pecho.
El lunes, a las siete de la mañana, como era costumbre, me sorprendió que la bandera en el patio central del Liceo se izara a media asta, la somnolencia me impedía hacer contacto visual con mis compañeros que –entre un extraño silencio– esta vez no se apretujaban inquietos en la larga columna de la sección; pero el bostezo se transformó en mueca de horror cuando oí del director Edecio: “hacemos un minuto de silencio por la trágica muerte de Julieta, estudiante de 4to “D”, hecho que es motivo de consternación para su familia y para la comunidad del Liceo J.A… En tan poco tiempo que estuvo entre nosotros, Julieta  rápidamente se hizo parte de nuestra familia Liceísta…”.

Su pupitre vacío no escapó a mi contemplación, mientras no sabía qué hacer con sus dibujos que finalmente fueron a dar a la papelera del baño de varones, rotos en mínimos pedazos, tirados con sacudidas de quien toca un animal de cuerpo viscoso, para asirme durante los próximos meses a mi guitarra, encerrado durante largas tardes en mi habitación, concentrado en no hacerme nunca aquellas preguntas, leyendo literatura para evadir, trepando por otras historias que aunque ficcionales, parecían reales, como la vida.
Desde el baño escuché los comentarios venidos del pasillo que narraban un cuerpo hinchado que en el patio de la casa y que el borracho padre descubrió, entre los matorrales, colgado bajo el brazo de un árbol enfermo.

III
Pasaron casi seis años para que volviera a acercarme a una chica, esta vez en el coro de la universidad donde cursé la carrera de licenciatura en educación, y en una casona que junto a unos compañeros de clase decidimos alquilar más por ocio que por otra cosa, cercana al campus. Allí, Vanessa, ante mi mar de dudas, me preguntó si podía ayudarme a “acabar”, a lo que expresé un cómplice no mientras me vestía, esquivando el olor a hongo que retornaba imponente, haciéndome creer que el embrujo y la maldición son pertenecen al corazón de la tierra.

IV
El timbre de mi celular interrumpió la contemplación del tercer dibujo que terminaba con la firma de Ender N. Orejuela. Allí, entre la dulce voz de mi esposa preguntándome cómo estaba y poniéndome al día respecto al ritmo de su guardia en la emergencia del Hospital Central, caía en la cuenta de la coincidencia del apellido de mi alumno.

Otra vez Julieta Orejuela aparece clara desde el fondo de mi olvido para estremecerme… Y lo juro, todavía me pregunto si alguna vez en toda la vida ella pisó mi casa materna, pero estoy seguro de una respuesta y esta es no.


Se terminó de escribir en San Cristóbal, el 07 de Junio del 2019
Leonardo Bustamante

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