Estos nuevos barbones circulan libremente por
los centros comerciales del mundo y otros museos del consumo, pavoneándose ante
la historia, y creyéndose más varoniles que aquellos que vivieron su barbuda vida
entre la clandestinidad y las ergástulas. Aunque los clandestinos de antaño no
tendrían más que un viejo jabón para asearla y mil sueños de una sociedad más
justa y equitativa, una sociedad que aunque alienada por el tejido de las redes
sociales, sigue en el fondo de sus rincones, soñando adormecida, un mundo más justo
y más humano.
De un tiempo atrás y hasta la orilla del tiempo
presente, la fascinación por las barbas parece resurgir del fondo de un tenue pasado,
poco claro al inconsciente de los latinoamericanos; y es que, a diferencia de
los europeos, los del nuevo continente no disponemos de imaginarios epocales
concretos en los que la mitad de los rostros varoniles estuviera teñida por los
viriles y masculinizantes bellos faciales. Si acaso uno que otro héroe patrio o
algún pensador aparecen inmortalizados por la pictografía histórica, luciendo
épicas o intelectuales barbas, es obra de la fortuita casualidad.
Antes
bien, los hombres latinoamericanos cargan, lomo a cuestas, el signo del trauma
de las décadas de los 60 y los 70’ en que lucir barba era señal equívoca de
comunista, agitador, retardatario, panfletario, guerrillero urbano, cimarrón,
extremista, y otros peyorativos de turno que podían convertir la vida de los
felpudos portadores en una aventura no exenta de reales peligros entre los que
se incluían detención y –si hubiere algún otro aditivo, como el del libro de un
soviético dentro de la mochila–, tortura y desaparición. Puede imaginarse –con
mayor rasgo de verosimilitud y menos risa– a varios barbudos caer desde las
puertas de un helicóptero de la DISIP directo al fondo sin fondo del Mar Caribe;
y es que las barbas, por muy sensuales, no mantienen el cuerpo a flote.
Pero
este siglo, a diferencia del decimonónico y los siguientes, viene con nuevas
combinatorias en el tejido social y no es cualquier cultura de la imagen, sino
una peculiar forma en la que la imagen digital, líquida, abunda por las redes
sociales, tejiendo nuevos imaginarios con la capacidad de establecer nuevos
estereotipos, y empleando una lógica tanto más poderosa que performa a la posmodernidad
como un espacio ubicuo: nuestra nostalgia del pasado es terrible y dolorosa,
como la presencia de un padre muerto que asoma su fantasma.
Esta
posmodernidad –espacio sin tiempo, tragedia al mejor estilo shakespeareano en
la que Hamlet, desde algún lugar de Dinamarca– exclama una definición que nos
caracteriza: “¡The time is out of join!”
(“El tiempo está fuera de quicio”). La condena del hombre posmoderno es la
soledad y la desesperanza en el porvenir. Es tal vez esta la razón de que las
redes sociales estén inundadas de la estética del vintage.
Lo
avejentado, lo envejecido, constituye un intento de permitir la vida de lo
nuevo y lo emergente, pincelado con efectos que le imprimen edad, quizá para engañarnos
con la ilusión de una memoria. El vintage
es una mentira se solapa como verdad en una época que pretende relativizarlo
todo, incluso proclamas que en su esencia y expresión siguen resultando
necesarias, vitales.
Desde
el fondo, y decorada con trazos de un simulado pasado, aparecen hoy los nuevos
barbudos, asomados al precipicio del presente: visten camisas de cuadros, botas
de cuero (de la época del Harley D.), tatuajes con iconografías clásicas y luciendo
barbas atendidas con recientes productos cosmetológicos. Tan antiguo resulta el
simulacro que para lograr el efecto, usan hojillas tradicionales de afeitar,
con cepillos de la época y todo.
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