jueves, 20 de diciembre de 2018

Despensa vacía y biblioteca llena: El frankenstein navideño



I

El recuerdo más claro de mis navidades se puede simplificar en el signo de la abundancia: nevera y despensa repletas, un conjunto de platos típicos dispuestos; luces en el interior y exterior de la casa, ropa y objetos nuevos, celebraciones diarias.

Desde que mi curiosa adolescencia empezara a ser sustituida por una juventud acuciosa, disminuyó mi simpatía hacia las celebraciones, por lo que mi tiempo de Navidad significaba jornadas enteras en piyama, disfrutando el clima fresco de la época, contemplando las luces y la decoración alusiva, viendo películas y jugando video-juegos hasta altas horas de la madrugada. Luego, estos fueron sustituidos por lecturas que se organizaron con el transcurrir del tiempo en métodos más sistemáticos de revisión bibliográfica. Por aquellos días decembrinos la vida parecía perfecta entre la pantalla de la computadora, la biblioteca, la nevera y la despensa. Bastaba ir por un vaso de Coca-cola, una rebanada de pan de jamón y continuar con la faena. En la noche una porción de pernil horneado, pan de banquete y una hallaca, o simplemente una ensalada de gallina permitía una gustosa jornada nocturna de cine y lectura. Recuerdo en detalle la navidad en la que leí “Infancia de Mago”, de Hermann Hesse, comiendo la mejor ensalada navideña hasta ahora engullida, por cortesía de mi hermana Elizabeth, y así muchos libros, muchos filmes y una que otra nota.  

Progresivamente con la evolución de la web y la aparición de youtube, el asunto pasó a constituir un triángulo amoroso entre video, comida navideña y libro, disfruté el “Oliver Twist” de Dickens, indagué en la filmografía relacionada con el desdichado Oliver y amplié la pesquisa hacia lecturas comparadas, por ejemplo de Oliver con Lazarillo de Tormes, este último producto de la ingeniosa picaresca española. Las temáticas se fueron complejizando y variaron desde incursiones en el horror y la literatura fantástica hasta la novela del romanticismo. De modo que la Navidad ha sido una de mis épocas más fecundas como lector.

Sin embargo, la crisis económica venezolana ha imposibilitado mi sistema de asociación entre la práctica gastronómico-navideña y la lectura, y tal vez sea esta la Navidad más paupérrima hasta ahora vivida. Pero lo sorprendente es que la calidad y la cantidad de mi lectura no parece resultar afectada ante la carencia del pan de jamón, el panetón, el pernil horneado, la Coca-Cola y las hallacas; todo lo contrario, me las apaño con lo que haya: desde cualquier tipo de carne de segunda, algo de granos cocidos, arroz, pasta o verduras y así doblo la jornada. Y es que la lectura funciona como un lenitivo, un dispositivo que concentrando franjas extensas de nuestra atención y emoción puede arrojarnos a otro tiempo, a otras emociones, a otros mundos. Cuando cara a cara con el texto resultas fascinado, en realidad tu yo interior ya no está ahí, ha emigrado.

II

Estoy en Villa Diodati, en la mansión de Lord Byron, al norte de Europa. Es la noche del 16 de junio de 1816. Asisten Mary, Clara, Shelley y Polidori. No podemos salir de casa debido a una extraña y enigmática cortina de nubes grises que durante tres días ha teñido de sombra el ambiente, bajando notablemente la temperatura. Soy el viajero de otro mundo, el explorador que trepó del signo a la palabra, de la palabra al lenguaje, del lenguaje a la consciencia y desde ella, sin caer en cuenta, salté al vacío para abrir los ojos y ser convertirme en ficción. 
Hay una buena despensa de vinos, panes, encurtidos y quesos. Byron encabeza los banquetes y junto al fuego de la chimenea en el salón hacemos turno para recitar y cantar. 

Al rato, inmediatamente luego de un bostezo de aburrimiento, Byron nos reta a que escribamos cada uno un cuento de horror.

Ellos -a diferencia mía- están en un punto exacto del tiempo, su narración yace limitada y no son conscientes del impacto que supondrá para la historia su encuentro casual. Yo sé que esta noche, esta misma noche y en este lugar, las manos de los dos asistentes más jóvenes, inéditos, anónimos, aquellos de quienes no se esperaría nada, escribirán las dos pesadillas más inquietantes del hombre del siglo XX: Frankenstein y el vampiro. 

Ni siquiera son conscientes de la causa de la bruma en el cielo que impide que se asome la primavera: no saben que el monte Tambora, hace un año emitió toneladas de ceniza tóxica a la atmósfera y que este será el año más frío de todo el milenio, el año de 1816 no tendrá verano, sino frío, obscuridad y muerte. No advierten que en las próximas semanas las aves cesarán su trino, sus emplumados cuerpos helados rodarán, tiesos,  por el techo; los sembradíos se adormecerán, encorvando sus tallos hasta quedar yermos. Los salmones no saltarán en la cascada, sino que flotarán, a la deriva. El pillaje se abocará al asalto de carretas de trigo, se sacrificará, a causa del hambre, animales no aptos para el consumo, habrá hambruna y contrabando por el norte de Europa.

III

Pero yo no soy el único miserable allí, lo mío es apenas una condición económica que restringe la cobertura de ciertas necesidades; entre los invitados hay una chica de diecisiete años cuya mirada emana un dolor punzante. Es palida, de rizos dorados y nariz respingada; abunda en hermosura. Mary sufre la condena de amar a un poeta, recientemente vio morir a su bebé de hipotermia entre sus brazos, todo ello a causa de los excesivos derroches de su amado. La experiencia materna, para Mary, se resume a un libro escrito por su mamá que lee y relee, como si pudiera a través de la lectura asirla, traerla, y convertir párrafos en abrazos maternales. La madre de Mary –intelectual representante del anarquismo feminista– murió a los seis días de su nacimiento. Su madrastra nunca la amó y su padre la desheredó al ver que se fugaba con un poeta que además era casado.

Mary sabe perfectamente lo que significa vivir en forma de pedazos, anhelando el amor de los íntegros, los que se declaran vivos, perfectos. Para Mary la existencia es un monstruo cosido con distintos cadáveres y que a fuerza de imprimirle descargas eléctricas alcanza a vivir, anhelando el amor, la aceptación de los otros que en respuesta se horrorizan al verle, porque otra de nuestras condenas consiste en mirar las apariencias. Mary escribirá Frankenstein.

Polidori, médico de profesión, recibe constantes vejaciones de Byron, su inocente afecto hacia el poeta obnubila su juicio hasta agotarlo. Byron se aprovecha y muerde hasta dejarlo casi sin sangre. El amor de Polidori lastima porque pareciera inmenso, eterno. Polidori escribirá El vampiro.

IV

Lo que ocurre en Villa Diodati –desde mi cuarto de estudio en una casa con la despensa vacía– es inabarcable, imposible. La historia que desearía escribir sobre esta cadena de episodios inverosímiles, lamentablemente ya fue escrita de manos del colombiano William Ospina y constituye una obra tan completa que prefiero dejar ese proyecto de escritura cerrado.

Sin embargo aun queda mucho que escribir sobre la experiencia de leer y la posibilidad de compartirla digitalmente. Queda además –en el caso particular de los venezolanos residentes en el país– la calma y la inactividad propias de la carestía y escasez de servicios para que nos refugiemos en un plácido rato de lectura que nos recuerde que la vida también puede vivirse de pedazos, que habrá quien nos seduzca para luego, alzado sobre la base de nuestro más firme afecto, pretenda consumirnos, que dentro del corazón mismo de lo monstruoso habita una llama viva que nos mantiene cálidos, iluminados en su fuego, que somos simplemente humanos y que aunque la vida vaya mal, es a fin de cuentas, la vida.

A destiempo, a pedazos, escribo mi historia.


Por: Leonardo Bustamante

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