lunes, 11 de febrero de 2019

Kim



La conocí en la biblioteca pública “Dr. Leonardo Ruiz Pineda”.
Por aquellos días yo iba a leer esas largas colecciones de enciclopedias multitemáticas ESPASA, interesado en la pretensión que estos textos de consulta tienen de lograr una totalidad, reuniendo la mayoría de corrientes científicas en conceptos breves. Pero ella no estaba precisamente revisando ESPASA, sino que tenía entre sus manos un enorme atlas de anatomía humana.
Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos felínidos, escudriñando cada imagen del aparato circulatorio. Cuando finalmente me atreví a acercarme, ella se encontraba en el capítulo dedicado al sistema nervioso y yo me decidí que debía dejar atrás todo temor.
La cosa salió mejor de lo que imaginaba y esa misma noche quedamos en vernos en un café llamado Terra Nostra que está en una zona comercial de la ciudad. Su cabello era rojizo, traía un pantalón negro bastante ajustado, una chaqueta ocre con cremalleras cromadas que abierta dejaba lucir una blusa holgada de “Guns & Roses”, por las tiras se asomaba la ropa interior que sostenía un busto grande, bien dotado, las botas eran altas y de piel obscura; mi comadre, aunque sabía que soy de los que tiemblan ante el encanto, no pudo evitar exclamar la frase temeraria:
-¡Uy! qué tipa más bella.
Esa madrugada terminamos en mi casa escuchando discos de Led Zeppellin y AC-DC. Mi nevera se encontraba averiada así que resolví una bolsa de hielo. Usamos el lavaplatos de la cocina como un pequeño container frío rebosante de cervezas y nada de eso a ella pareció importarle, salvo cantar al ritmo de Black Dog y cabecear, agitando su liso cabello pardo, llenando de luz la sala de mi casa con destellos curvos que salían de su cintura en trance de baile.
Kim era hermosa, salvaje y tierna; era el sueño de cualquier hombre que se preciase, pero yo me encontraba atrapado entre voces muy serias de mi interioridad que me llamaban a la calma, al equilibrio y la salvaguarda; precísamente ese era el contexto que estaba usando para preparar un libro mío y concretar lecturas, posiciones de pensamiento, o sea, yo estaba en lo mío y solo por esa vez el canto de sirena de la pasión no me hizo naufragar. La relación comenzó a enfriarse como aquel improvisado lavaplatos lleno de hielo.
En un último intento por asegurar una llama que a los dos nos cobijara, apareció una tarde con una gata cachorra que se había encontrado mendigando en una panadería de Las Lomas, la verdad, mi vida iba bien sin esa violencia que era el amor, pero la gatica me encantó: era tranquila, tierna y tenía unos ojos grises de una belleza que me hacía imposible resistirme. Sucumbí a ese encanto.
Como agua deshielada que cae de un fregadero, así Kim se escurrió de mi vida, dejándome a esta gatica a la que una tarde mi hija Sofía decidió llamar Dulcinea, personaje que -a diferencia de Kim- hermosea solo en la mente henchida del loco caballero Don Quijote. A mí me pareció aleccionador que mi hija hubiera llamado a la gata con el nombre de un personaje tan simbólico para la literatura. Es decir ¿Cómo era posible que Don Quijote amara locamente a una mujer horrible y que yo ni siquiera me permitiera enloquecer por Kim, cuya belleza era salvaje y como un jardín?
Pero quedaba Dulcinea, tierna y tranquila como mis días de aquella época solitaria y equilibrada y aquella visita de mi hija sirvió para que lleváramos a la gata a la clínica veterinaria a control médico y comprasemos una cama, alimento, caja con arenita, juguetes para gato y un simpático collar con una campanita y una medallita con forma de huella felina que tenía grabado su nombre.
Pero ningún amor resulta liberado de su dosis de tragedia y mi hermano una mañana, saliendo en su vehículo del estacionamiento -el no sabe que yo lo sé, pero igual no soy su autor predilecto y dudo que llegue a leerme- no se percató que Dulcinea estaba guarecida al calor restante del motor de su automóvil y esos días el gris tiñó mi rostro porque Dulcinea había sido mi opción más simple para no volver a enloquecer de amor, era mi pacto con el equilibro después de haber querido tanto a mi ex-esposa.
Tiempo después, Kim me escribió para preguntarme por Dulcinea y yo sentí un nudo en la garganta, porque me causaba mucha pena que mi opción simple en el amor terminó en tragedia, pero Kim también lloró cuando le conté lo sucedido y esta afinidad de emociones respecto a la gata le hizo más fácil que me perdonara el rechazo del que fue objeto y que no cualquier mujer perdona.
Yo me prometí no tener mascotas por un tiempo -supongo que es una promesa obvia cuando enfrentamos la pérdida de un felpudo viviente que hace la vida más llevadera; pero por sobre todo me juré a mí mismo que ante la aparición de una mujer total, como creo que es Kim, no seré este cobarde que por conservarse en paz se niega la dulce condena de vivir una auténtica experiencia de amor.
Prometo escribirles desde mi próximo barranco amoroso, feliz y lacerado.

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