domingo, 4 de noviembre de 2018

El adiós de quienes se quedan

Cuando una nación entra en crisis, las casas se ensanchan, como si despertaran del largo  bostezo de viejas comodidades. Los que decidimos quedarnos nos sorprendemos preguntando a las paredes, interrogando a los mosaicos, impávidos frente al carro sin repuestos, escuchando ecos que provienen del fondo de la despensa. La soledad tiene un sonido difícilmente audible y entonces hay que esforzarse por asir la casa y entender.
Pero la cuestión se complica todavía más cuando descubres que, estando dentro de ella, traes otra casa por dentro. 
Hace semanas decidí invertir la función de las dos habitaciones de la mía: cambiar la que sirve de mini-taller y depósito por la que uso para descansar. Pues resulta que la dispuesta como taller y guardajo de objetos era la más espaciosa y de no haber hecho este cambio ni siquiera lo habría notado. Como consecuencia de este viraje ahora podré dormir "a mis anchas", como dicen los de mi terruño.
Claro que desalojarla significó una difícil tarea: viejos objetos, herramientas de mano, maderas, papeles, telas, fibras, una vieja máquina de costura que mi madre me entregó cuando la gracia de sus ojos comenzó a opacarse. El polvo, una vez extraído dio paso a un piso de mosaicos brillantes, coloridos, y hasta dos sillas y una mesa quedaron frente a mi nueva cama, y el espejo que generoso me ha prestado la función de perchero y que ofensivo me arroja la figura de un cuerpo enflaquecido.
Por alguna razón de tipo ascético decidí poner el gran colchón ortopédico de la cama matrimonial en el suelo, sobre sus tablas, prescindiendo de la armazón de madera que conforma la pesada cama. Llevaba días pensando que en efecto he logrado un viejo sueño de mi juventud: vivir como un abandonado anacoreta, liviano para que la vida no pese, ligero para andar adonde la brisa quiera llevarme, liberado de toda forma de autoridad y de poder, pero con la búsqueda de las palabras que quiebran a las palabras para reinventar el lenguaje y entonces convencerme de que es posible dejar algo cierto a la humanidad.
Al sentarme en uno de los muebles y evaluar, desde la contemplación, la cualidad del espacio, la otra casa, la más inmanente, a la que llamo "cuerpo", esta pidió un inusitado cambio. Tomé el teléfono celular y ubiqué el contacto de "ella", la que me dio más olvido del que ya me sobra, porque ha sido suficiente el olvido de mí. Presioné la tecla "borrar contacto".
La tarde cedió a un crepitar de lluvia que cantaron surcos de agua y de piedritas, similar al sonido de instrumentos ancestrales, todo eso en las amplias habitaciones de la vida. 

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